La ambición consiste en el deseo ardiente de poder, riquezas, dignidades o fama.

En el ámbito laboral se puede decir que la ambición es el ingrediente esencial que transforma una idea simple en un gran negocio o llegarlo a la ruina. Con lo cual vemos que la ambición puede ser o excelentemente buena, o excelentemente mala.

En ocasiones nos encontramos que la ambición lucha contra la presión externa, esta a veces es tan fuerte que consigue convertir la ambición en supervivencia.

Todavía hoy la ambición tiene connotaciones negativas, al ser considerada por muchos como el germen de crisis personales y familiares y enfermedades, como la depresión, cada vez más relacionadas con el estrés laboral.

Pero podemos decir que se ha dado un paso cultural importante, con una visión mucho más sistémica, que hace que el ejecutivo o el trabajador ambicioso cuente con una perspectiva menos individualista, en la que no sólo cuenta su decisión o su acción para ascender, sino cómo afecta a la empresa, a otras personas y a otros ámbitos de su vida.

Bien es cierto, que en muchas empresas te encontrarás que no solo cuenta solo lo que uno propone, sino también lo que se le exige. En todo caso, el término se ha ido librando a lo largo de los años de muchas sombras y se recupera como ‘componente básico del liderazgo personal y organizativo. Hoy lo que cada vez se evalúa más y se valora más entre los ejecutivos es que posean una ambición que les haga capaz de dar lo mejor de sí mismos para conseguir más de los demás.

La humildad de los ejecutivos es un valor al alza, relacionado con un tipo de ‘liderazgo servidor’, que es el que más interesa a las compañías.

La ambición nos mueve y nos dirige, no es otra cosa que el hecho de querer, de desear algo con claridad y energía.